Al Rojo Pimiento
Capítulo 1.
Resulta que en la huerta había nacido una triste planta de
pimientos, donde el hortelano no la plantó.
Todas las mañanas la miraba el labrador y nunca encontraba
el momento para poder arrancarla.
"-
Mañana mismo la quitó, que no sé qué hace ahí". Se decía cada tarde
después de trabajar.
Pero aunque la planta sabía que ese no era su sitio, fue
poco a poco estirándose y agarrándose a la vida.
Un tímido riachuelo (que no era nada más que un gotero mal
colocado), le daba de beber y el agujero que habían formado las antiguas hormigas,
hicieron una tierra esponjosa donde poder estirarse para poder poco a poco
tocar el cielo. (Estas habían desaparecido un buen día, gracias a que la dueña
de la casa “le molestaban porque eran demasiado grandes” y con un portentoso veneno las aniquilo a
todas).
Pasaron los días y el hortelano no encontraba el momento de
arrancarla y lo que es más importante, su cabeza aceptó que aquella plantita
estaba ahí y ya está; ese sería su sitio y ¡si crecía, crecía!, Él no estaba para perder su precioso tiempo
de esa manera y menos por una simple planta de pimientos.
Pasaron las
Lunas, como también pasaron los Soles y
nuestra pequeña plantita se hizo grande y hermosa; tanto, tanto, que era la
envidia de todo el huerto, sobre todo de sus hermanas las pimienteras, que
aunque vivían sólo dos surcos más abajo, alimentadas debidamente, regadas con
esmero y con los cuidados de nuestro querido hortelano, (sonriente que iba así,
todas las mañanas a cuidar su queridísimo
huerto creyéndose el Dios creador
de todo aquello).
Pasó el tiempo y vino
el momento de la caló y de los insectos que tanto les gustan los huertos bien
cuidados.
El pobre hortelano se deshacía en cuidados con sus plantas (
para algo era su Dios ), pero los terribles gusanos amantes de los pimientos, no entienden de Deidades ni
de Huertas bien cuidadas y preparadas,
así que una a una las fueron invadiendo, metiéndose entre sus entrañas y
devorando todo a su paso.
Nuestra plantita rebelde, vio con cara triste como poco a
poco iban perdiendo su alegría y aunque algunas sobrevivían a duras penas, sus
hojas se iban arrugando y sus hijos, los pequeños pimientos caían de sus brazos
sin poder hacer nada.
Un buen día, el Dios
hortelano se levantó muy temprano; casi, casi, cuando el primer gallo del
corral acababa de cantar.
Nuestra plantita temblaba de arriba abajo, esperaba lo que
tantos soles se había pensado, por fin el Dios de las plantas le iba a arrancar de ese sitio, (ella que tan
feliz estaba, con todos sus hijos a puntito de crecer y poder ver la luz del
día), pero nada más lejos de la realidad, el hortelano se dirigió al surco de
sus hermanas y una a una las fue arrancando, con sus raíces y la poca vida que
les quedaba en sus entrañas y sus ganas de recuperarse y ponerse bien. Su Dios
estaba enfadado y las mataba una a una con mucha ira y mal genio, Dios cruel y
que no sabe de perdonar y esperar.
(Nunca se podría imaginar
ella, que el Dios hortelano fuera tan malo, todavía podía oír los gritos
desesperados de sus hermanas, gritos que
se quedarían clavados durante
toda su vida dentro de su cabeza, Fue horroroso).
Ahí estaban tendidas,
entre surco y surco, mientras el hortelano las pisaba una y otra vez.
"- ¿Acaso tenían ellas la culpa de que ese odioso
gusano se metiera entre sus entrañas?, Si era él su Dios, ¿Acaso no podía haber
prevenido antes el ataque de aquella plaga que había acabado con sus hermanas?
"- ¡No!, " Gritó.
Y tal fue su grito,
que hasta el mismo hortelano se dio la vuelta y miró de reojo a aquella planta
intrusa (esta cerró los ojos, pensando que había llegado aquel terrible
momento, en aquel instante le temblaron todas sus hojitas juntas, nunca más volvería
a ver la luz del Sol).
El hortelano se
dirigió a ella por primera vez, le acarició sus ramas, examinó a todos sus
hijitos y mientras a ella le temblaban
hasta la última de sus raíces.
El Dios hortelano sonrió y desapareció.
(Si en ese preciso
momento, las plantas se pudieran desmayar, ella habría perdido la consciencia,
del mismo susto).
Al momento escuchó
las pisadas rudas de aquel ser y cerró
los ojos cayendo en un gran sueño.
(Mientras se despedía
de su Sol, de su Luna de media noche, de
las hormiguitas que tan sabiamente había cavado la tierra, "- ¡No puede
este ser el fin se dijo! Dejando caer un poco de sabia sobre el suelo húmedo".
A su alrededor
escuchó golpes secos, la respiración se quedó entrecortada, pero después de un
tiempo empezó a abrir un ojo, no se lo
podía creer, tenía un surco, "- ¡Un
surco!", para ella sola.
Miró al cielo y allí seguía su Sol, escarbó sus raíces un
poquito y ahí seguía su Tierra.
"- ¡Un surco!", siguió viviendo y se sonrojó.
Por fin ese Dios que había asesinado a todas sus hermanas se
había fijado en ella y la cuidaría y la regaría todas las mañanas
(“- Claro,
si no quedaba otra", se dijo con mala sangre).
Así que ahí estaba
esa plantita que nadie quería, a la que sus hermanas nunca dirigieron la
palabra y a la que su mismo Dios, un día miró de reojo con ganas de arrancarla.
Capítulo 2.
Estirada andaba la
mujer del Dios, pavoneándose delante de todas las plantas del huerto,
sintiéndose satisfecha del trabajo que había realizado su marido.
Aquí enlazaba un
tomate, aquí ponía un tensor, se agachaba a arrancar alguna que otra mala
hierba, (aunque esto generalmente se lo dejaba
a su queridísimo Dios).
De repente dentro de
su infinita vanidad, se dio cuenta de que no había plantas de pimientos.
Después de armar la
marimorena y de gritar a pleno pulmón, a su padre y a todo el Mundo en general,
por fin entró en razones y sus ojos se clavaron en la única planta que se había
salvado del ataque del gusano loco.
Esa plantita
engreída, que no pintaba nada en su organizada huerta y que desde que era la
Diosa del huerto, tantas y tantas ganas tenia de arrancar.
Nuestra amiga la
plantita temblaba de arriba abajo y sintió otra vez miedo, pues nada podía
hacer ante las temibles manos de aquella persona.
- ¡Anda, la
dichosita planta lo bonita que esta! “Dijo la Diosa”, si nadie daba un euro por
ella y hay que ver lo hermosa que se está poniendo y la de frutos que tiene,
esperaremos lo que haga falta y se los iremos arrancando uno a uno, seguro que
están deliciosos.
La planta no
entendía lo que decía la Diosa, pero algo extraño le recorrió de arriba abajo, (No
sé qué había entendido de sus hijos), pero no le hacía nada de gracia.
A partir de ese día
la pimientera crecía y crecía y ya no lo hacía con tantas ganas, pues sus
brazos les dolían de tanto peso y su tallo había engordado hasta el punto de no
poderse mover con la brisa de la mañana. Sus hijos empezaron a colgar y cada
vez que salían eran arrancados muy de mañana de sus brazos, dejándola sola
mirando al Sol.
Pero hubo uno muy
listo a la par que tímido que pudo esconderse, no sabemos de cual manera entre
la multitud de hojas frondosas de sus ramas, ocultándose de la mirada maligna
de aquel Dios, creciendo y haciéndose cada vez más fuerte.
La época de la
recolección estaba llegando a su fin y la Diosa engreída se paseaba una y otra
vez delante de ella esperando más frutos, (- “Dame más, dame más “ ), insistía
una y otra vez sin dejarla un momento en paz.
- ¡Habrá que
arrancarla! (Dijo una buena mañana).
Esta planta del demonio no da ya más frutos y para nos
sirve, solo para llevarse el alimento de la tierra y para estar siempre en medio,
desde el mismo día en que nació no hace nada más que estorbar y hace más fea la
huerta.
- ¡Pero cariñin,
si no tenemos casi nada ya y la plantita hace lo que puede.
- ¡Me estorba y
ya está!, o la arrancas tu o lo hago yo.
La pobre planta lloraba
desconsoladamente, sabía que algún día llegaría su final, pero para nada que
fuera de esa manera tan despiadada (todavía recordaba los gritos de agonía de
sus hermanas), y estaba preparada para lo peor, convencida que todo sería mejor
que aguantar a aquella persona una y otra vez exigiéndola más.
Capítulo 3.
- ¡No te
preocupes madre!, (le dijo por fin su pequeño pimiento, que durante tanto
tiempo había conseguido esconderse entre sus ramas.)
- ¡Calla que te
escucharan!
- ¡Madre!,
suéltame.
- ¿Cómo que te
suelte?
- Sí que me
sueltes, que me dejes caer y así mis semillas se esparcirán por el suelo una
vez haya muerto. Así nunca se libraran de nosotros y para el próximo año podrás
volver a vivir en mí.
La tristeza se
apoderó de su corazón y tan triste se puso que sus ramas se encogieron y las
hojas una a una se fue cayendo al suelo, dejando a su hijo caer.
A la mañana siguiente
vino muy altanero el Dios agricultor para cumplir con el mandato de su
queridísima esposa, cuando deslumbrado por las primeras luces del día, no daba
crédito a sus ojos. Ahí tendida estaba la planta de pimientos, aquella que
tantos frutos le habían dado, la cual nació y creció en el sitio equivocado.
Sus manos se
llenaron de un vacío intenso, blancas como la madrugada y amarilla como la luna
de Enero.
Mientras las últimas
de sus hojas caían al suelo, el espíritu de la plantita por fin sonreía, ya no
volvería a tener miedo de aquel Dios malo y dejando escondido el milagro para
el próximo año despareció de aquel lugar
no deseado.
Nuestro pimiento se
camufló entre las hojas caídas de su madre y luego se escondió.
Allí pudo sentir
entre su piel la humedad de la tierra y descubrió con sus propios ojos la luz
del Sol, se sentía libre aunque sin poderse mover.
Se enamoró de la
vida, de la poca vida que tenía bajos sus pies, conoció a cada gorrión, a cada
vencejo y en aquel mundo inmóvil se creyó capaz de hacer cualquier cosa, solo
le hacía falta un pequeño empujoncito para poder crecer.
El Otoño llego y
nuestro agricultor arrastro aquel pimiento junto al resto de su madre a la zona
del compost, donde el pimiento descubrió a mas seres como él, que artos de
tanto Dios y de injusticias se pudrían en la soledad.
Hablo con los
escarabajos, con las pelotillas, con otros restos orgánicos que aunque estaban
en las últimas, tenían multitud de historias que contar, todos tenían un motivo
en común, vengarse de aquel Dios tan injusto que tan mal les había tratado y
abandonado de aquella manera.
Escucho como cada
trozo de vida tenía una queja, un dolor interno por el que odiar a ese ser, se volvió la
almohada donde descansar cada uno de aquellos últimos sueños y gracias a esa
podredumbre se hizo grande.
Tan grande, que sus pepitas se volvieron inmensas, como
los sueños de aquellos que se llaman inservibles, desperdicios dejados para
pudrir, multitud de ideas le llenaron el cerebro y arrastro a todos a revelarse
contra el orden establecido, esa mierda
le iba a dar en las mismas narices a ese Dios.
Paso el crudo
invierno y por fin el agricultor recogió su compost, lo esparció por toda su
huerta para fertilizarla y que le diera el mismo resultado que el anterior año
y si puede ser más pues mejor , era tanto el egoísmo que le recorrían la
sangre, que nada era suficiente,
Pero algo diferente iba a ocurrir durante esta cosecha, no
quiso darse cuenta de que a cada paso que daba, las últimas semillas de aquel
pimiento se iban también extendiendo por toda la Tierra, junto a él todas las
ideas de que esto puede ir mejor y que la lucha desde la misma podredumbre
puede ser real. Pues sabido es que la fuerza de la venganza guarda en su
interior semillas indestructibles.
Las semillas del
pimiento fueron una a una naciendo y aunque al principio lo hicieron de manera
disimulada, al final era tan descarado y era tanta la simiente nueva, y tan
fuerte el orgullo con el que nacían, que se adueñaron de toda la Tierra,
gritando Libertad a su paso, consiguiendo por fin echar a ese Dios de pacotilla
y a su queridísima Diosa vanidosa, de esta Tierra que no les pertenece.
José Pedro Porras
Cano.
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